10.2.08

Hacer una película. III

Esa nube asquerosa, ese atroz cielo azul, esa trama que respira obscenamente, esa banqueta que no sabes lo que es, te estrangulan en un horror sin fin.





En la clínica estoy rodeado de monjas extranjeras. Una entra por la puerta y me dice: "Siempre escribiendo, siempre escribiendo. Cuánta filosofía". Releo lo que tengo escrito y si el nivel tiene que ser el de la "filosofía", me avergüenzo. Otra, todas las noches me trae un vaso de agua de Lourdes. Me lo señala: "¡Tiene que tomarlo". Hace unos días me dijo: "Ahora que ha vaciado su pleura, tiene que vaciar su corazón". Tuve miedo de que estuviera aludiendo a más inyecciones. "Sí, usted tiene el corazón muy cargado". "Pero ¿cuándo debería descargarlo?" "Cuando usted quiera, cualquier momento es bueno". El equívoco duró poco. Después entendí que quería que me confesase. Por eso, junto al agua de Lourdes, todos los días me manda a un cura norteamericano que se parece a De Sica. El cura entra: "¿Cómo andamos? ¿Pleuritis? Es algo feo".

A las cinco de la mañana, cuando todavía está oscuro, viene Burgunda: una monja que lleva velos negros como si fueran alas de murciélago, un tubito de goma entre los dientes y un gran cesto de probetas. Como un vampiro danubiano dice: "¿Puedo sacarle un poco de sangre, señor Fellini?".

Sor Rafaela, en cambio, es colombiana. "¿Cómo se siente hoy? ¿Mejor?" Después se pone en medio de la habitación y anuncia: "Está el sol y la luna y la luna le dice al sol: ¿no te da vergüenza, tan grande y tan gordo y todavía no te dejan salir de noche?". Como le gusta, lo repite todas las mañanas.

A las nueve de la noche viene a hacerme dormir una enfermera que se llama Edmea. Se me acerca. Tiene un vello oscuro sobre el labio. Es de Faenza. Me recuerda a las bigotudas romañolas de la iglesia de los Paolotti en Rímini. Por la noche, la llamo una infinidad de veces. Ella aparece afectuosa: "¿Le hago otro té de manzanilla?". Me cuenta que su padre, hasta los sesenta años, tenía amantes que escondía en el gallinero. Después iba a buscarlas. A los sesenta años, tenía amantes que escondía en el gallinero. Después iba a buscarlas. A los sesenta años se ponía de novio con todas, pero decía: "Mis padres están de acuerdo, yo también, pero mi mujer no quiere". Lo encontraba gracioso.
Después de los primeros días (cuando, después del colapso por la inyección de baralgina, me sentía como una piedra en la honda, justo en el pedacito de cuero, en el momento de ser proyectada: es decir, la sensación de salir zumbando hacia otra dimensión; en todo caso, fuera de la clínica) todos empezaron a venir a verme. En la puerta vi grupos ambiguos, como cuadros del Aduanero. Oí lamentos, las monjas los echaban. Yo bendecía, acariciaba cabezas en una especie de repiqueteo pascual. Desde entonces, esta enfermedad se volvió una fiesta. Vinieron Titta y Montanari de Rímini. Titta, esde la puerta, me vio, y empezó a bufar. No lo dejaban pasar, estaba por empezar a las patadas con las monjas: "Pero carajo, ¿no puedo ver a Federico?".
Sobre la mesa están los telegramas. Pido que me lean los de color frutilla que me mandaron los ministros. Me parece que estoy en el paraíso. Al otro día, a la mañana, aparecieron en la puerta unos ramos de rosas, como en un cuadro de Botticelli: rosas que trataban de entrar, rosas palpitantes, trémulas, que llevaban dos monjitas brincando de alegría. Eran las rosas de Rizzoli, qe me perdonaba después de la pelea. Enseguida lo llamé por teléfono: "¡Tu nota me hizo más bien que los antibióticos!". Una voz tomaba el lugar de la de Rizzoli y me decía triunfal: "¡Fellini, el comendador está llorando!", como en el final del Corsario Negro. Después, con la voz quebrada por el llanto, Rizzoli continuaba: "Me hiciste saltar las lágrimas. Me dijiste algo tan lindo". Al final vino a verme. "Espero que esta enfermedad te haya hecho sentar cabeza. Ahora no tienes que volver a hacer una película de una vez, porque si no agotarás el cerebro. Ahora debes hacerme caso y hacer la película que yo te digo". [sigue]


(Fellini, Hacer una película, Perfil Libros, 1998)

4.2.08

Hacer una película. II

Siempre estoy pensando en la película que tengo que filmar. [Nota: El viaje de G. Mastorna, que después de tres años de trabajo no se llegó a realizar. Quedaron una inmensa producción de madera de una catedral gótica, reminiscente de la catedral de Colonia, y el armazón de un avión jet]. Probablemente la película necesita una nueva incubación; ese huevito tiene que crecer. ¿Y entonces?

¡Bueno! Un día, en las oficinas de la productora Vasca Navale me había tirado en un sofá con los resortes rotos; quería descansar un poco, era verano y afuera se oían no sé desde hacía cuánto tiempo las cigarras. De repente se me caen encima a un milímetro de la nariz veinticinco millones de toneladas de piedra, la fachada del Duomo de Milán, o la de la Catedral de Colonia, no sé. Sentí el viento provocado por la caída, después el estrépito aterrador a un milímetro de mis pies. Di un salto de acróbata, caí de pie en medio de la habitación. Aquella pared, alta como el Himalaya, lo cubría todo: todo el cielo, todo el aire. Yo era una hormiga. Entonces pensé que las dificultades para continuar la película nacían de algún obstáculo de fondo que, tal vez, dramáticamente, estaba dentro mío. Me quedé un poco asustado, pero las ganas de hacer la película crecieron: unas ganas quijotescas. Si más allá de la Iglesia-Himalaya estaba el cielo, el aire libre, quiere decir que aquel es el espacio apropiado, y que tengo que encontrar una manera de llegar a él. Pero hasta ahora, sin embargo, no lo encontré.


En aquellos días me convencí de que podía morirme de un infarto, también porque tuve miedo de que la empresa fuera desproporcionada para mis fuerzas. "Liberar al hombre del miedo a la muerte". Como el aprendiz de hechicero que desafía a la esfinge, al abismo marino, y en él muere. "Es mi película, --pensé-- lo que me mata".

Cuando los otros días tuve la sensación de morirme, los objetos ya no eran antropomórficos. El teléfono, que siempre parece una inmensa araña gorda y rar, o un enorme guante de boxeo, era sólo un teléfono. Pero no, ni siquiera es así, no era nada; es difícil decirlo: no sabía qué era porque incluso los conceptos de volumen, color y perspectiva son un modo de entenderse con la realidad, una serie de símbolos para definirla, un mapa, un abecedario oficial utilizable por todos, y era precisamente esta relación intelectual con las cosas lo que de golpe me faltaba. Como aquella vez en que para complacer a unos médicos amigos que estaban estudiando los efectos del LSD acepté hacer de cobayo y me tomé medio vaso de agua donde habían echado una parte infinitesimal de un miligramo de ácido lisérgico. Aquella vez tambpoco la realidad de los objetos, de los colores y de la luz tenía algún sentido conocido. Las cosas eran ellas mismas, su midas en una gran paz luminosa y aterorizadora. En momentos como esos las cosas no te pesan; no empapas todo con tu persona como si fueras una ameba. Las cosas se vuelven inocentes porque te quitas del medio a ti mismo; una experiencia virginal, como la que pudo habe tenido el primer hombre, los valles, los campos, el mar. Un mundo inmaculado palpitante de luz y de colores vivos en todas las cosas; ya no estás separado de ellas, eres como esa nube vertiginosamente alta en medio del cielo, y también el azul del cielo eres tú, y el rojo de los geranios en el alféizar de la ventana, y las hojas, y la trémula trama del tejido de una cortina. Y esa banqueta que está delante tuyo, ¿qué es? Ya no sabes darle nombre a esas líneas, a esa sustancia, a ese dibujo que vibra ondulante en el aire, pero no te importa, eres feliz así. Huxley, en Las puertas de la percepción, describió maravillosamente este estado de conciencia provocado por el LSD: la simbología de los significados pierde sentido, los objetos nos reconfortan con su gratuidad, con su ausencia-presencia: es la dicha. Pero inesperadamente, el haber sido separado del recuerdo de la mediación conceptual te hunde en un abismo de angustia insoportable; de golpe, lo que un momento antes era el çextasis, ahora es el infierno. Formas monstruosas sin sentido ni fin. Esa nube asquerosa, ese atroz cielo azul, esa trama que respira obscenamente, esa banqueta que no sabes lo que es, te estrangulan en un horror sin fin. [sigue]


(Fellini, Hacer una película, Perfil Libros, 1998)