4.2.08

Hacer una película. II

Siempre estoy pensando en la película que tengo que filmar. [Nota: El viaje de G. Mastorna, que después de tres años de trabajo no se llegó a realizar. Quedaron una inmensa producción de madera de una catedral gótica, reminiscente de la catedral de Colonia, y el armazón de un avión jet]. Probablemente la película necesita una nueva incubación; ese huevito tiene que crecer. ¿Y entonces?

¡Bueno! Un día, en las oficinas de la productora Vasca Navale me había tirado en un sofá con los resortes rotos; quería descansar un poco, era verano y afuera se oían no sé desde hacía cuánto tiempo las cigarras. De repente se me caen encima a un milímetro de la nariz veinticinco millones de toneladas de piedra, la fachada del Duomo de Milán, o la de la Catedral de Colonia, no sé. Sentí el viento provocado por la caída, después el estrépito aterrador a un milímetro de mis pies. Di un salto de acróbata, caí de pie en medio de la habitación. Aquella pared, alta como el Himalaya, lo cubría todo: todo el cielo, todo el aire. Yo era una hormiga. Entonces pensé que las dificultades para continuar la película nacían de algún obstáculo de fondo que, tal vez, dramáticamente, estaba dentro mío. Me quedé un poco asustado, pero las ganas de hacer la película crecieron: unas ganas quijotescas. Si más allá de la Iglesia-Himalaya estaba el cielo, el aire libre, quiere decir que aquel es el espacio apropiado, y que tengo que encontrar una manera de llegar a él. Pero hasta ahora, sin embargo, no lo encontré.


En aquellos días me convencí de que podía morirme de un infarto, también porque tuve miedo de que la empresa fuera desproporcionada para mis fuerzas. "Liberar al hombre del miedo a la muerte". Como el aprendiz de hechicero que desafía a la esfinge, al abismo marino, y en él muere. "Es mi película, --pensé-- lo que me mata".

Cuando los otros días tuve la sensación de morirme, los objetos ya no eran antropomórficos. El teléfono, que siempre parece una inmensa araña gorda y rar, o un enorme guante de boxeo, era sólo un teléfono. Pero no, ni siquiera es así, no era nada; es difícil decirlo: no sabía qué era porque incluso los conceptos de volumen, color y perspectiva son un modo de entenderse con la realidad, una serie de símbolos para definirla, un mapa, un abecedario oficial utilizable por todos, y era precisamente esta relación intelectual con las cosas lo que de golpe me faltaba. Como aquella vez en que para complacer a unos médicos amigos que estaban estudiando los efectos del LSD acepté hacer de cobayo y me tomé medio vaso de agua donde habían echado una parte infinitesimal de un miligramo de ácido lisérgico. Aquella vez tambpoco la realidad de los objetos, de los colores y de la luz tenía algún sentido conocido. Las cosas eran ellas mismas, su midas en una gran paz luminosa y aterorizadora. En momentos como esos las cosas no te pesan; no empapas todo con tu persona como si fueras una ameba. Las cosas se vuelven inocentes porque te quitas del medio a ti mismo; una experiencia virginal, como la que pudo habe tenido el primer hombre, los valles, los campos, el mar. Un mundo inmaculado palpitante de luz y de colores vivos en todas las cosas; ya no estás separado de ellas, eres como esa nube vertiginosamente alta en medio del cielo, y también el azul del cielo eres tú, y el rojo de los geranios en el alféizar de la ventana, y las hojas, y la trémula trama del tejido de una cortina. Y esa banqueta que está delante tuyo, ¿qué es? Ya no sabes darle nombre a esas líneas, a esa sustancia, a ese dibujo que vibra ondulante en el aire, pero no te importa, eres feliz así. Huxley, en Las puertas de la percepción, describió maravillosamente este estado de conciencia provocado por el LSD: la simbología de los significados pierde sentido, los objetos nos reconfortan con su gratuidad, con su ausencia-presencia: es la dicha. Pero inesperadamente, el haber sido separado del recuerdo de la mediación conceptual te hunde en un abismo de angustia insoportable; de golpe, lo que un momento antes era el çextasis, ahora es el infierno. Formas monstruosas sin sentido ni fin. Esa nube asquerosa, ese atroz cielo azul, esa trama que respira obscenamente, esa banqueta que no sabes lo que es, te estrangulan en un horror sin fin. [sigue]


(Fellini, Hacer una película, Perfil Libros, 1998)

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